(o por qué la muerte de un inocente no tendría por qué enseñarnos que el mundo puede cambiar)
Pablo Jones Medina / Fran Hidalgo Carmona**
(Colectivo Encuentros Moraos)
La República
05/03/2011
Varios, cientos, miles y millones de personas han visto, oído, leído y sabido estos días de las últimas revueltas árabes. Con la vista acostumbrada del que ve morir a palestinos, a iraquíes y a afganos -a “moros de esos de allá a lo lejos”-, a las tres de la tarde mientras come con la familia, más allá de la sangre, los coches quemados y los cristales hechos añicos, nos topamos con el súbito interés de los medios porque nos alegremos de que las libertades de Occidente se acerquen a los incivilizados países árabes.
No son las primeras insurrecciones: Sin retroceder muchos meses en el calendario, aún recordamos la huelga de hambre de Aminatu Haidar y los vídeos del campamento de Gdeim Izik. No obstante, esta vez ha sido otro cadáver el que ha salido en portada: el de Mohamed Bouazizi. Deseoso de alimentar a sus hermanos pero impotente ante los sobornos que le imponía la policía de Sidi Bouzid (Túnez) para montar su puesto de frutas, se inmoló a lo bonzo el pasado mes de diciembre. Su agonía, la gota que colmó el vaso, levantó a su país: A pesar del repentino interés de las autoridades porque se llevara el mejor de los tratamientos y se recuperara pronto, Bouazizi murió tres semanas después. Desde entonces, las noticias han hablado claro: El pueblo tunecino, paso a paso, ha expulsado al dictador Zine Ben Alí. Además, su aliento ha alcanzado a Jordania, Bahréin, Marruecos, Argelia… y Egipto, donde Hosni Mubarak se ha marchado con el rabo entre las palas del helicóptero, y Libia, donde Muammar Gaddafi recuerda cada vez más al Adolf Hitler de “El Hundimiento”.
Sin saber a qué esperan los nuevos gobiernos para que estas gritadas democracias dejen de ser negro sobre blanco, los ciudadanos siguen en las calles, exigiendo que aquello por lo que se ha luchado no se pierda y demostrando que ‘quien no llora, no mama’.
Mientras tanto, en esta orilla del Mediterráneo, en la que disfrutamos del agua caliente, las ventanas aislantes y los teléfonos de última generación, seguimos comentando la última salida de tiesto de José Mourinho o las ordinarieces de Belén Esteban, sea defendiéndolos como estrambóticos marujos o rasgándonos las vestiduras como gafapastas. Enganchados a los televisores que nos crean opinión sobre los temas que nos tienen que comer la cabeza, permanecemos como zombis en el sofá de casa, sin apenas plantearnos por qué viven así esos que mandan con tantos ceros de más y tantas cuentas fuera del país. ¿Por ejemplo? El equivalente español de Ben Alí, nuestro Juan Carlos I, el Campechano.
Y a este lado de la barrera, donde los ceros sólo son de color rojo, nadie en la calle, con un discurso comprensible y cercano, critica cuánto de razón hay en lo que nos cuentan: Malditas las huelgas generales, que interrumpen el derecho al trabajo (Nadie habla de dignidad. Lo principal es tener una nómina para justificar la hipoteca) y donde los piquetes golpean a los clientes de los bares; malditos todos los sindicatos, que cobran las subvenciones del Estado para no dar un palo al agua; malditas las prestaciones por desempleo, que promocionan que los parados se sienten en casa sin buscar empleo…
Cuando toca hablar de los que ponen su grano de arena en cambiar nuestra situación para bien, lo que toca es echarles toda la mierda por encima y resaltar que, si uno es malo, los de su especie son peores. Cuando toca hablar de los recortes, de todos los recortes, lo que toca es mirar a otro lado: Se nos inculca que gastamos mucho en médicos y, obviando que ya los pagamos con nuestros impuestos, que tenemos que volver a pagarlos; se nos manipula con los bajísimos niveles académicos y con las faltas de un sistema educativo que, cada vez, recibe menos dinero y que, como las modas, vacía los temarios con el nuevo ministro de la temporada; se nos insiste en la imperiosa necesidad de construir dantescas infraestructuras mientras las ciudades siguen congestionadas por centenares de automóviles.
En esta orilla del Mediterráneo, la esperanza del 26 (y 27) de enero se silenció o criminalizó, los actos del Popolo Viola italiano se desconocen fuera de los Alpes y las manifestaciones de Grecia forman parte de una olvidada desazón colectiva. Queremos las cosas en el momento, pero tenemos que saber que ni a la primera ni a la segunda se consiguen los mejores resultados. Y ahora estamos en el camino de ser algo más que una papeleta en las urnas. Ahora que somos más los que nos estamos informando por otras nuevas vías, ahora que somos nosotros los malos de su película, ahora que los trabajadores árabes están pidiendo lo que les corresponde, ¿a qué esperamos para hacer de Cibeles, de Canaletas o de la Puerta de Jerez nuestra plaza Tahrir?
* El uso del término mauri, plural del italiano mauro o, en castellano, moro, se utiliza para “designar, sin distinción clara entre religión, etnia o cultura; a los naturales del Noroeste de África o Magreb”. Vaya por delante que, a pesar de su uso peyorativo, no es esa la intención.
** Los autores son socios de la Plataforma de Ciudadanos por la República de Granada y miembros del Colectivo Encuentros Moraos.
http://www.larepublica.es/spip.php?article23418
domingo, 6 de marzo de 2011
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